Paula cogió el metro. Clot, Glòries, Marina, Arc del Triomf,
Urquinaona y Catalunya, el mismo recorrido cada día desde hacía varios años, desde
que empezó la universidad y era en la Plaza Catalunya donde hacía el
transbordo y después, cuando hizo las prácticas en la empresa que acabó
contratándola. Podía ver al niño aquel que casi un día se quedó en la estación
mientras su madre subía al metro. Eric se llamaba. Paula lo sabía por el grito
ensordecedor que dio su madre al ver que se cerraban las puertas sin su hijo
dentro del vagón. Aquel día, Paula agarró fuerte de la cartera al niño y pudo
hacerlo entrar. Todo quedó en un susto. Desde entonces Paula. Eric y su madre,
se saludaban cada día cuando coincidían en
la parada. También podía ver a Ana, la señora de la limpieza de la
estación. Y al chico aquel, morenazo,
que cada día cogía el metro a la misma hora, en la misma estación que ella, y
del que supo, mirando un día de reojo el móvil de él, que tenía novia. El
sonido del tren, el ruido de los vagones al entrar en las estaciones, el pitido
de las puertas al abrirse… Paula sonrió. Le gustaba aquella vida.
Paula abrió los ojos al escuchar
el pitido de las puertas, ya no era su imaginación, ahora era de verdad.
Acababa de llegar a Alexanderplatz, su estación de destino. Allí trabajaba de
camarera del Starbucks, era el trabajo que,
a pesar de su licenciatura en físicas, había podido conseguir allí en Berlín,
donde tuvo que emigrar porque la maldita crisis obligó a cerrar a su empresa.
En la estación estaba Thomas, su chico,
que trabajaba en la cafetería de al lado y que la esperaba cada día para
desayunar juntos antes del trabajo. Al verle Paula amplió su sonrisa, le
quería. Sin embargo, a la vez, una lágrima cayó por su mejilla. Se acababa de dar cuenta de que jamás, regresaría a su ciudad.
Luisa
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